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Estudiante de letras, pecosa, menorquina, moñas titulada, utópica empedernida y agaporni reciente.

jueves, 31 de marzo de 2011

Sin fecha de caducidad

     Cayendo la noche frente al mar, sintiendo la brisa, oyendo las olas, ahí están ellas, como muchas otras tardes, en aquel su recóndito paraje.
     Tienen una relación especial, una relación envidiable. Puede parecer similar a cualquier otra. Puede parecer una típica amistad. Pero para ellas es única. Única porque son ellas las autoras. Única porque son ellas las protagonistas. Única porque son ellas quienes deciden el argumento.
     Aprovechan cada momento que están juntas para disfrutar de su tiempo libre y aprovechar ese instante a solas para temas varios. Al fin y al cabo se complementan. Se ayudan. Se alegran. Se apoyan. Se aconsejan. Se divierten. Se hacen reír. Se acompañan. Se apaciguan el día la una a la otra.
     No son almas gemelas. No son dos personas idénticas. Pero eso es lo que las hace descubrir nuevas cosas, disfrutar de nuevas observaciones. Por eso se complementan. Por eso se trata de una relación dinámica y amena. Son diferencias que han dado altos y bajos, pero bajos que resbalan por su mínima importancia.
     Tienen planes de futuro. Porque, a pesar de vivir el presente, también piensan en el mañana. Un futuro con más personas que las acompañarán a lo largo de su historia; pero, al fin y al cabo, un futuro con ellas aún como protagonistas.
    Y saben que van a estar ahí siempre, la una para la otra. Sin un límite. Sin un punto final. Sin fecha de caducidad.

domingo, 27 de marzo de 2011

   Después de tanto tiempo, volvieron a salir un domingo por la mañana a pasear, a buscar preciosos lugares recónditos de aquella pequeña pero hermosa isla.
   Dieciocho años habían pasado desde que "su niña" había llegado al mundo. Dieciocho años que le habían pasado como si hubiesen sido tres.
   -Cómo pasa el tiempo. Parece que era ayer cuando, rodeada de toda la familia, gateabas en la mesa del comedor.
   Parecía que era ayer. Pero "ayer" ella había estado disfrutando del fin de exámenes con sus compañeros, amigos, no tan amigos, muy amigos e íntimos amigos. Sabía que él mismo "ayer" no había estado disfrutando del gateo de esa su niña; había estado sufriendo por su extrema preocupación de qué estaría haciendo su niña en ese loco y peligrosos mundo de drogas y alcohol, aunque sabía que ella rechazaba todo ese mundo.
   En una de las tantas conversaciones que pudieron compartir ella comentó la mala suerte que había tenido jugando a las cartas con sus amigos.
   -Desafortunada en el juego... - y ahí quedo la frase del padre.
   -¿Afortunada en...?
   -... afortunada en el amor.
   -Dudo que quieras, sinceramente, que sea así aún.
  Concluyó riéndose entre dientes y dándole una palmada en el hombro. Y entonces se hizo el silencio. Un silencio de reflexión: quizás era ya el momento de hablar en serio, al fin y al cabo eran ya dieciocho años y no dos días.
   -No, algún día sí quiero que seas afortunada en este campo. Pero tiempo al tiempo... Que encuentres a alguien que sea bueno para ti.
   Patidifusa se quedó "su niña". Y volviendo a la broma...
   -Pero ves con cuidado, que los hombres somos malos, ¡muy malos!
   -Sí, papá, tú el que más.


   "Te adoro, papá." 
No lo dijo, pero ambos lo sabían, lo saben y lo sabrán toda su vida.

jueves, 24 de marzo de 2011

Alternativa.

Y entonces ocurrió. Al fin. Aquel juego de miradas continuo que se había dado entre ellos, siempre con respuestas tardías y ojos cuyas trayectorias nunca coinciden, dio resultados. Se fusionaron la miel del uno con el verde del otro. Ella jamás se había sentido así. Él llevaba tiempo deseando hacerlo. Y luego, la guinda. Una sonrisa por parte de él. Una más por parte de ella, a la vez que se ruboriza. Aquella expresión que la hacía ser tan dulce. Aquella expresión que demostraba su ternura y su adorable timidez. Él no pudo evitar reírse entre dientes y, al ver que ella se percataba, sin quitar aquella sonrisa que ninguno de los dos había podido difuminar desde su choque de miradas, le guiñó un ojo. Aquel gesto que tan bien hacía que se sintiese. Aquel gesto que demostraba lo buena persona que era y que iba a estar ahí siempre que necesitase apoyo.
Siempre. Siempre desde aquel día que la había visto derrumbarse ante sus ojos. Desde aquel día que él mismo no había podido reprimir la impotencia de verla de tal manera. Desde aquel día que, no sólo para devolverle la gran cantidad de ayudas que ella le había ofrecido, sino que para  demostrarle que podía confiar en él, le había prometido estar a su lado cuando lo necesitase: «Aunque no sepa qué ocurre, siempre. No lo olvides».
¿Pero qué pasa? ¿Qué hay del siguiente paso? ¿Nadie piensa dignarse a darlo? Ambos lo deseaban. Ambos lo sabían. El problema era que estaban en el círculo de amigos, rodeados de gente, y habría resultado un tanto extraño que avanzasen y se entregaran el uno al otro sin miramientos. Por primera vez, ella se decidió iniciar una alternativa y se alejó del grupo disimuladamente, aún sin apartar la mirada, hasta que se giró y empezó a caminar. Entonces él lo entendió y, segundos más tarde, inició también su camino hacia la alternativa. Su camino hacia la felicidad.

sábado, 12 de marzo de 2011

La más dulce de las caricias.

Sentada frente a la ventana. Mirando la lluvia. Buscando entre aquella multitud de gotas algo que rompa la monotonía de este lluvioso día, un rayo de luz que lo ilumine. Buscando tu cara.
Acabamos de discutir. Lo sé. Por la cosa más simple. Lo admito. No he querido poner ese voto de confianza en ti. No he sido capaz de deshacerme de aquella etapa tuya del pasado que era mejor olvidar. Lo siento. Lo siento de veras.
Y no dejo de pensar en ti. Y todas las personas que aparecen bajo su paraguas torciendo la esquina me producen una primera sensación de emoción que desaparece al darme cuenta de que no es tu cara la que sus hombros sujetan.
Y entonces, cuando estaba a punto de dejarlo estar, tuerce la esquina aquello que tanto ansiaba. Mi mirada se cruza con la única que necesitaba para sonreír de nuevo. Se funden la miel y la menta. Fusión perfecta.
Saliendo a recibirte, mi sonrisa se va ampliando al pensar que has vuelto para arreglarlo. Abro, salgo y corro hacia ti. Pero tu expresión es totalmente neutra. No has hecho más que mirarme fijamente a los ojos mientras avanzas lentamente. Me paro a un solo paso, reconociendo que aún desconozco a qué has venido, qué pasa por tu mente. No sabes lo que daría por saber qué ronda ahora mismo por tu cabeza.
Sonrío intentando liberar tensiones. Se produce una larga y tensa pausa entre nosotros. Entonces sonríes, mostrando esa expresión que, a pesar de  los altibajos, no he dejado de adorar desde que te conocí.
Das ese paso. Me abrazas. Te  abrazo. Nos besamos. Y aquella lluvia que nos cae encima sin miramiento alguno se convierte en la más dulce de las caricias teniéndote a mi lado.